viernes, 10 de septiembre de 2010

La vaquita de San Antonio

La verdad es que nunca pensé que tan cercano al último aliento me fallaría la memoria y se me nublarían recuerdos que una vez creí eternos. Han pasado sin lugar a dudas muchos otoños por mi ventana. Y por esas cosas que no se pueden explicar, tuve la dicha de encontrarte aquel noviembre. Te recuerdo tímida, sentada bajo al árbol de alguna plaza de esta ciudad. Tímida, pero cálida. Así te vi por primera vez.

La valentía para sentarme a tu lado salió de quién sabe dónde. Lo tengo muy presente, porque fue así que comprobé, aún bastante joven, que el mundo pertenece a los locos soñadores sin remedio. Confieso que, gracias a ti y desde entonces, el miedo es sólo una palabra vacía.

Más de cincuenta otoños de seguro, aunque quizás hayan sido más las primaveras.

Hay algo que sin duda no olvido, y es que cierta mañana de verano te llevé a dar un paseo por un parque en las afueras de la ciudad. El nombre se me escapa… Todavía te siento de la mano, y parece que se llena el aire de tu perfume de siempre. Caminamos por un largo sendero y en ese caminar nos conocimos por primera vez. Tú que no dejabas de sonreír, y yo que no podía dejar de mirarte. ¿Te dije alguna vez que eras y eres demasiado hermosa?

Cuando por fin nos decidimos a sentarnos a la sombra de los árboles, con esa inocencia tan pura y tan tuya me regalaste tu primer beso. Si alguna vez el tiempo se detuvo, ha de haber sido aquélla.

Revolviendo el pasto con tus dedos encontraste una vaquita de San Antonio escondida bajo una hoja seca. Con dulzura la colocaste en mi brazo y me dijiste que pidiera un deseo, y así lo hice.

-¿Y qué pediste, Manuel?- dijo María casi en susurros.

Los últimos rayos del sol se colaban como podían a través de la ventana, mientras la noche se iba devorando lentamente el resplandor del ocaso. Desde su silla ubicada al costado de la cama, María logró avistar en el firmamento la luz de la primera estrella.

Los ojos del viejo hombre se cerraron levemente, y sintió como ese aliento tantas veces ignorado de a poco se convertía en un milagro a punto de extinguirse. Hizo un esfuerzo casi sobrenatural por volver a enfocar los ojos de aquélla que aquel noviembre le dio vida a su carne y a sus huesos, y vio en sus ojos la ternura que sólo construye el amor de una vida. Manuel extendió su mano con dificultad hasta tomar la mano de María, y sintió como el aire entraba por última vez a su cuerpo rendido. Entre los surcos de su mejilla se escurrió una gruesa lágrima, y en ese mismo instante se posó sobre su brazo una vaquita de San Antonio.

-Le pedí a Dios, querida, que me llevase antes que a ti…