Sir John Scott, ese mismo inglés que hace aproximadamente un año pisó por primera vez suelo uruguayo, llegó nuevamente a nuestro país el pasado martes por la tarde. Una vez que hubo finalizado la reunión de negocios que fue motivo original de su viaje, luego de una larga ducha en su habitación y tras haberse puesto ropa más cómoda, decidió salir a caminar por los alrededores de su hotel como hace de costumbre.
Pocitos es un barrio sumamente cotizado, donde como bien pudo apreciar el angloparlante, el nivel promedio socioeconómico supera la media del país. Pese a estar acostumbrado al frío, no pudo evitar el arrepentimiento de no haber salido con al menos una bufanda de lana. Y así fue Sir John Scott adentrándose por las calles grises y sinuosas del lugar, y poco a poco observó como los lujosos edificios daban paso a casas no tan doradas pero de un gusto para nada inferior.
El ladrido de un labrador negro lo detuvo a mitad de cuadra, y al mirar al jardín de una casa que parecía abandonada lo vio. Allí estaba el sabueso, acostado con la cabeza en alto mirando a nuestro visitante. A su lado, en una silla de mimbre, sentado estaba un veterano de pelo gris, barba de dos días y botas de cuero.
Fue otro objeto, sin embargo, que llamó profundamente su atención; ahí estaba nuevamente aquel cáliz de lo que parecía ser madera, lleno de una hierba verde y con una especie de artilugio alargado de plata que, por lo que pudo apreciar en su visita anterior al Uruguay, servía para succionar en grupo la infusión resultante de echar agua caliente dentro del cáliz. Allí estaba el mate.
–¿Puedo ayudarlo, caballero? –dijo el veterano con un tono sumamente educado.
–Disculpe, no fue mi intención molestarlo… –respondió Sir John con su español impregnado de acento europeo.
–Descuide. ¿Está perdido? –preguntó el hombre al notar el acento gringo de su interlocutor.
–Estoy recorriendo el barrio. Me llamó la atención ver cómo la mayoría de las personas por aquí toman ese té casi a diario.
–Lo llamamos “mate”. Es una tradición de nuestro país.
–I see… –dijo el inglés. –Le molestaría…
–En absoluto –dijo el veterano. –Pase a gusto.
Y así lo hizo Sir John Scott. Vio que el perro había vuelto a apoyar su cabeza sobre sus patas y esto le dio confianza. Cuando llegó al lado del hombre lo saludó con la mano, y pudo casi al instante sentir la piel áspera de la misma.
–Tome asiento, siéntase a gusto. ¿Es usted de Norteamérica?
–Soy inglés. Londinense, para ser más exactos… Sir John Scott, encantado –se presentó con el orgullo que le confería su título de noble.
–Raúl, a las órdenes –dijo el hombre con sencillez.
–Sabe –empezó el inglés, –nosotros también tenemos una tradición muy similar en nuestro país. A diferencia de su “mate”, nosotros tomamos el té, aunque de forma individual. He visto que ustedes lo comparten, pero aún no he entendido por qué es tan popular.
Sir John vio como la expresión en la cara de Raúl se tornaba más seria, similar a la de un maestro cuando el mejor alumno de su clase le hace la exacta pregunta que esperaba obtener. El hombre del pelo gris tomó el mate con ambas manos y lo acercó a su nuevo amigo.
–El mate –comenzó, –ha estado entre nosotros por muchísimas generaciones. Los indios que habitaban nuestra región veían en él propiedades mágicas, tanto que a menudo se hablaba, y aún se habla, del espíritu del mate –. Raúl hizo una breve pausa y acomodó el artefacto de succión inmerso en la hierba verde. –Esto se llama “bombilla”, y la hierba verde es en realidad “yerba”.
–Sherbah –repitió Sir John.
–Exacto. El mate es mucho más que un té, compañero –continuó Raúl. –El mate es una propuesta, una invitación. Cuando se ofrece un mate que preparó uno mismo, no sólo se ofrece el mate sino que también se comparte el espíritu –decía mientras vertía el agua caliente cerca de la bombilla. –Cuando uno ceba el mate el mundo se detiene –. La voz del hombre era lenta y profunda. –A medida que se llena el mate de agua y el vapor emana de la yerba caliente, la expectativa crece y se genera una promesa implícita. Darle un mate a un amigo es como invitarlo a entrar en nuestra casa. Y los demás, los que allí se encuentran reunidos, rara vez pueden evitar contemplar la escena con admiración, más aún si se trata de un buen cebador. No importa cuántas veces lo haya visto uno a lo largo de los años, ni cuántas veces hayamos tomado un mate en lo que va del día, ver cebar un mate reconforta el alma del mismo modo que lo hacen las brasas de una estufa a leña encendida en una tarde de invierno. No son pocos los que incluso sienten un ligero chucho de frío…
Sir John Scott escuchaba atónito las palabras de quien para él acababa de convertirse en uno de los hombres más sabios de la historia. Tenía la piel de gallina.
–Nuestros niños desde pequeños y de forma casi inconsciente aprenden a respetar el silencio del momento del mate. Dentro de nuestros corazones, todos sentimos el espíritu de estas tierras que alguna vez fueron charrúas, y cuando se entrega un mate al compañero y él se lleva la bombilla a los labios… –Raúl le pasó su mate al inglés y éste lo tomó. Conteniendo el aire en sus pulmones y lentamente, sin quitar los ojos de la espuma en la yerba verde, Sir John Scott sorbió el agua hasta que los mismos sonidos del mate le avisaron que era hora de detenerse.
–Cuando uno se lleva la bombilla a los labios y toma el mate, esa energía contenida dentro del Santo Grial de los uruguayos nos invade y nos calienta las entrañas. Entonces, cuando finalmente se devuelve el mate al cebador –como bien hizo el inglés –se completa el círculo y se tiene una verdadera comunión. Y lo que el mate une en una rueda de hermanos, Sir John Scott, unido queda…
Al cabo de tres días, ya sentado en el balcón de su apartamento de estilo victoriano con vista a los Jardines de Kensington, Sir John Scott cebó su primer mate solitario a las cinco en punto de la tarde. Y desde ese mismo instante, se prometió a sí mismo en nombre de la Reina, y con su labrador negro a sus pies como único testigo, que nunca más volvería a tomar té.
Salvo que fuera Twinings…