domingo, 20 de junio de 2010

El exilio de las ideas

INTRODUCCIÓN

No pretendo hacer de este relato una crónica de carácter histórico ni mucho menos. Un atrevimiento, eso sería de mi parte, adjudicarme el derecho de narrar u opinar sobre la historia y los hechos de una nación, cuando ni siquiera puedo decir que los viví en carne propia, ya que lo que me dispongo a contarles ocurrió allá por 1976 en mi ciudad natal. Sí, eso lo afirmo, y con orgullo. Soy montevideano y riverense, del sur y del norte, de la playa y de los cerros chatos. Soy pseudo-escritor, pero no historiador. Sin embargo, sí lo fue la persona en la cual se centra la historia que estoy apunto de narrarles. Historia que por los azares –a veces inexplicables- de la inspiración me decidí a titular:

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El exilio de las ideas

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La mañana fresca y soleada se descubría en el cielo de la capital, prometiendo una temperatura agradable para lo que restaba de la jornada. Una mañana que desde el primer despunte de luz pescó a Lucía con los ojos como el dos de oro, sin consuelo del sueño y resecos por el desvelo. A Luis ya se lo habían llevado. Su marido era presidente en la Junta Departamental. Lucía, por su parte, dictaba clases de historia en la Facultad de Humanidades. Comunista él. Comunista ella.

No había pasado mucho tiempo desde que lo habían apresado a Luis. Eran tiempos difíciles, manchones negros retintos en la historia de nuestro país. Tiempos de desconfianza hasta del hijo propio, o del padre. Tiempos de secretismo y complots, de guerras de pólvora y de intelectos, de izquierdas y de derechas, de fachas y de bolches, de uniformes y de fugitivos. Y ella temía. Temía por sí misma y por su hijo Daniel, que aún no llegaba a la mayoría de edad. Él no era comunista, sino algo peor aún: hijo de comunistas. Traía las ideas neoliberales desde la cuna, o mejor dicho desde el vientre materno; ideas anarcas, revolucionarias y todo eso... Y ella temía. Temía por él, por su seguridad y su libertad.

Fue así que Lucía determinó su autoexilio y el de su hijo. La disyuntiva estaba clarísima: o salía del país para no volver a entrar, o se quedaba encerrada en su país para no salir más. El contacto ya estaba hecho. La esperaba el mismísimo embajador en la Embajada de México, donde le había confirmado que recibiría asilo transitorio hasta que pudiera partir finalmente a México. Debería ser puntual y llegar a las once de la mañana, ni antes ni después.

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Hago una breve pausa en mi relato para, me nace la expresión en inglés, “shed some light” sobre los hechos, dicho de otro modo, clarificarlos. En esta historia no hay buenos y malos, justicieros y criminales o vencidos y vencedores. Lo que acá les cuento trata acerca de realidades, de supresiones y de espíritus fuertes, de pájaros que simplemente se rehúsan a la jaula. Y por más grande que pueda ser una jaula, sólo es al fin de cuentas una jaula, un espejismo, una quimera de libertad. O se es libre o no se es libre. Solía pensar cuando niño en el zoológico que las águilas en las grandes jaulas eran más libres que los canarios en las pequeñas. Solía pensarlo. Hoy creo que, o el pensamiento galopa libre por el campo, o se lo reprime y termina por ahogarse en su propio deseo de independencia. No sé qué creeré mañana. No juzgo como espero no ser juzgado. No tomo partidos, ni “riva bianca” ni “riva nera”. Ahora sí continúo con el relato…

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Hacía ya varios días que Lucía se escondía en casa de sus dos primas, la primera de sangre y la segunda política, mi tía abuela y mi abuela, respectivamente. Se encontraba allí también su hermana Ñurka. Me cuenta mi abuela que alrededor de las diez comenzó la parte más cruda: el adiós. Me cuenta con lágrimas que asoman con disimulo los largos minutos de abrazos interminables y llantos y últimos besos. Porque en el alma de un pueblo las dictaduras son eternas y no prometen finales, sin que esto mate del todo la esperanza de algunos hombres. Y mujeres. Me cuenta de los nervios y el miedo de no saber si volverían a ver a Lucía, o lo que es aún peor, de no tener ni la más remota garantía de que lograría llegar sana y salva a la embajada. Y veo en sus ojos, en los de la abuela, los ojos de las personas a las que el recuerdo les aprieta el alma y les estruja el pecho. Ese revivir sabores amargos al revolver lo que ya saben…

La situación hacía que todas las medidas de seguridad fueran pocas. Ni los vecinos, que en aquel entonces tenían otro significado, podían saber qué sucedía. Sin embargo había alguna que otra vecina que, pese a conocer el paradero de la buscada, supo echarle correa a la lengua y tragarse las ganas y las dudas. Es que siempre hubo, hay y habrá buenos vecinos.

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Fue por esa inseguridad ambiente que Lucía vestía aquella mañana cálida de otoño una peluca rubia con olor a placard viejo y un sombrero de verano. Me gusta pensar, de atrevido, que se la colocó su prima mayor, mi tía, frente al espejo que hoy tengo en mi cuarto, como una madre que viste de novia a su hija antes del gran “Sí”. Lucía sentada y ella de pie arreglándole los mechones de pelo más oscuro que le huían a la mentira. Me gusta imaginarlas a ambas mirándose a los ojos en el espejo, Lucía con la mirada intranquila pero intentando aparentar que todo estaba bien, y mi tía con ojos que decían: “Cuidate. Yo sé que vas a estar bien. Rezaremos por ti. Te quiero.”

Pasadas las despedidas y una vez que se secaron las lágrimas abrieron la puerta blanca de hierro. En el jardín la recibía la planta grande de flor de pajarito, y el portoncito, cerrado, parecía decirle “No te vayas”. Lucía se alejó de la puerta en dirección a la vereda, y como el portoncito no quería darle paso tuvo que saltar sobre el pequeño muro. Las otras tres mujeres permanecieron inmóviles en el umbral de la puerta, sin mediar palabra y conteniendo la respiración.

Allá iba Lucía, mujer e historiadora, madre e hija. Allá iba una mujer con la cabeza en alto y las ideas claras, sin maletas ni ataduras más que las del sentimiento. Cruzaba la calle Rubens cuando oyó un ladrido que la sobresaltó. Era sólo un perro. Y Lucía siguió caminando en dirección a la esquina de Atlántico y Rubens, quizá con lágrimas en los ojos sin querer mirar atrás, o quizá con los ojos secos y el cuerpo fuerte porque su grandeza, su valentía y principalmente su fe le decían que volvería a ver aquella flor de pajarito bajo soles más vivos. Pero ahora era cuestión de llegar a Avenida Italia para tomar un taxi. El taxi de la libertad. El del nunca más.

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Me cuenta mi abuela que jamás se dio la vuelta, primero porque ojos que no ven corazón que no se arrepiente, y además por la seguridad de la maniobra. Sé que Lucía llegó a la esquina, y me dice la abuela que antes de doblar levantó la mano, se acomodó la peluca y, por un segundo, en ese saludo encubierto, Lucía dijo adiós a su país, a su familia y a sus raíces, pero no a su orgullo y, definitivamente, no a su dignidad.

1 comentario:

  1. Sobrinito mío!!! qué delicia de descripción, qué empatía cun tus palabras! Sí, como te lo dice tu mami, la cuestión invernal, o mejor, inverbal, es familiar y hereditaria. a mí tambie´n me encanta el frío. Pero el calor de tus lineas me gustan mucho más! Qué sigas alimentando el calor de tu hoguera y así, escribiendo como pocos. besotes de tu titía que te adora. Ximena

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