miércoles, 28 de abril de 2010

Alvin, la gaviota


Érase una vez una gaviota azul. Un tío lejano, en uno de sus viajes de visita al Uruguay, me contó la historia de Alvin.

Alvin, la gaviota, no era en realidad azul. Sino que tenía la propiedad del camaleón; ésa de mimetizarse con los colores de su entorno. Claro está, no pasó mucho tiempo hasta que todos lo conocieron como la gaviota azul, porque desde que amanecía atrás del gran peñasco de roca hasta que el sol aterrizaba escondido por el puerto, Alvin navegaba sobre el mar sin descanso, y de éste tomaba prestados sus tonos índigos.

Este tío, querido tío mío aunque poco lo conocí, me contó en una ocasión que Alvin vivía en la Isla de las Gaviotas, pero que poco se lo veía en tierra firme, pues él era gaviota de mar.

También me dijo el tío Richard, que no fuera a confundir a Alvin con otras gaviotas de otros cuentos. Me dijo que nada tenía que ver con un tal Juan Salvador, Gaviota de apellido y famoso por su causa, salvo en su afán compartido de la superación personal.

Alvin vivió –o vive- una vida bastante ascética. Volaba de mañana y volaba cuando se ponía el sol. Y pese a lo que puedan creer, a esta gaviota no le gustaban las alturas. Dice mi tío que una vez le dijo: “Para qué llegar alto si se puede llegar lejos”. Ésa era su divisa: el movimiento horizontal por sobre todo ascenso vertical.

Uno mismo –humano, bicho terrestre-, cuando sueña con tener alas, se imagina remontando las nubes y surcando los cielos, como lo hizo Juan Salvador.

Alvin siempre decía que le gustaba la proximidad al mar, sentir la brisa y ese aroma a libertad, esa frescura de las gotitas de agua cuando rompe el oleaje formando crestas de espuma verdosa, o el rugido del océano que rompe en las rocas de la costa e impregna de salitre el mundo.

Volar bajo y lejos fue lo que le permitió conocer tanto: viajó en todas las direcciones y hacia todos los cabos. Me contaron que Alvin era bastante enamoradizo: -Una gaviota de amores de puerto- solía decir el tío. En cada puerto y en cada muelle tenía una gaviotita que conocía su nombre. Así obtuvo fama de galán, fama que nunca pudo llenarle esa parte de su existencia, porque a la única gaviota que le arrebató el alma y la mente se la llevó la proa de algún barco de buen calado.

Pese a todo Alvin navegó y navegó, exploró cada ensenada y conoció cada islote, amó cada brisa y saboreó el agua de cada mar. Lo único mayor que su curiosidad fue su determinación.

Todos creían que Alvin terminaría sus días al estilo de la gran pantalla: devorado por algún feroz tiburón en la costa del gran continente, o con su corazón atravesado por el arpón de un viejo pescador en el brumoso mar de alguna lejana tierra. Y sin embargo no fue así.

-Se desvaneció en la nada-, me cuenta el tío. Me dice que él supo darse cuenta que su viaje por los mares de este mundo iba llegando a su fin. Dicen, allá por la Isla de las Gaviotas, que un verano anunció su partida definitiva. Y que un atardecer emprendió un vuelo en dirección al sur. Un vuelo de ésos que le gustaban tanto: sereno y al ras, aleteando a un metro de la superficie, sintiendo los aromas del crepúsculo y admirando los relucientes colores de su río natal. Fue un vuelo de ésos que se sabe no tienen retorno. Nadie nunca más volvió a saber de él…

A mi me gusta pensar, le cuento al tío, que voló y voló hasta que comenzó a esfumarse. Que Alvin voló y voló hacia el sur hasta que poco a poco, con cada aleteo, se fue fundiendo en el paisaje, en un viaje azul y plateado, con la calma de quien ha vivido a su manera. Le digo al tío que creo que fue así que se fue Alvin, porque es así que me gustaría irme a mí.

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